En este día previo a la gran solemnidad de Todos los Santos, podemos orientar nuestra mirada y pensamiento hacia la santidad, viéndola y “gustándola” como la meta de nuestra vida.
Pero, ¿cómo podemos alcanzar la santidad,
cómo puedo hacerme santo? El evangelio nos da la clave: Ocupar el último lugar
para escuchar: “Amigo, sube más arriba”.
Nuestra espiritualidad del subir
bajando, la mística de las miserias que hemos recibido de Abelardo (tan
presente, cuando estamos a punto de celebrar su primer aniversario), nos traza
esta ruta. Hacernos pequeños, en realidad, vernos cada día más lejos de la gran
meta de la santidad, sentirnos inundados de limitaciones y miserias, de deseos
de cosas “bajas” y mundanas, tentados por los cuatro costados y viendo que de
mí no nace nada bueno. Pero, en todo esto, hay que rebosar confianza en el amor
de Dios que me mira siempre con ternura, que me concede su gracia, que me ama
más que yo a mí mismo.
El ejemplo de la Virgen María es este:
Ella se siente y se sabe la esclava del Señor, porque se ve pequeña, muy
pequeña, pero también sabe que Dios es fiel, que su misericordia va de
generación en generación, amando a su pueblo con amor salvador. Por tanto, vive
con simplicidad (¡no con simplismo) fundada en el gran amor de Dios.
Podemos simplificar nuestra oración
recitando pausadamente la oración preparatoria que propone San Ignacio en los
Ejercicios: “Que todas mis intenciones, acciones y operaciones se ordenen
puramente al servicio y alabanza de su divina majestad” (de su inmensa Bondad).
Si asimilo esta oración, si atribuyo a Dios todo lo bueno que hago y no me desaliento en mis fracasos y caídas, entonces, y a pesar de las miserias, buscaré agradarle y, por tanto, evitaré o me arrepentiré muy pronto del mayor dolor que puedo causar a un Dios tan bueno, que no es otro que no confiar en su acción santificadora en mi propia vida.