Para rezar hoy, prepárate para recibir una gracia inmensa. Desde el principio de la oración, una vez invocado el Espíritu Santo, ábrete a lo asombroso, a lo insondable, a lo inusitado… Ese Espíritu al que hemos invocado, quizá como por rutina, nos ha sido entregado y nosotros lo hemos recibido por la fe. Y esto, san Pablo se lo explica a los Gálatas, y hoy a nosotros, tomando como referencia a Abraham, nada menos.
Y es que Dios le prometió a Abraham una
bendición para todas las naciones del mundo y de todas las épocas. Por su fe y
por su fidelidad en Dios consiguió ese privilegio. Y qué maravilla, la explicación
de Pablo: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley haciéndose por nosotros
un maldito… (en la cruz)” Y así, Jesucristo consiguió que la bendición a
Abraham alcanzase a todos, incluidos los gentiles, y a nosotros los del s. XXI,
y nos llegase el Espíritu Santo.
Texto por tanto trinitario y precioso.
El Padre que bendice, el Hijo que se ofrece, y el Espíritu Santo que es
derramado para todas las naciones. He aquí la sorpresa: Por mí, hizo Dios este
despliegue de dones. Por mí, pobre criatura, ha puesto toda su potencia de Dios
en marcha, para que me salve y viva feliz por siempre.
Lo que se me pide, solamente, es fe y
fidelidad, como a Abraham, como a todos los seres humanos. No es mucho. Pero,
aunque nos parece imposible, porque conocemos nuestra propia miseria, sabemos
que esa propia fe y fidelidad que necesitamos nos las da el mismo Espíritu
Santo. Es ese impulso del amor entre el Padre y el Hijo, que nos sopla en la
nariz y nos alienta, y nos alimenta y nos da calor.
Sorpresa, no hemos hecho nada especial
para merecerlo, simplemente somos amados.
¡Sopla, Espíritu, sopla que aquí te estamos esperando!