Empezamos nuestro rato de oración ofreciendo las actividades del día de hoy, recordando qué voy a hacer cuando me dirijo a la oración, con quién voy a hablar en ese momento, cuál sería la postura más acorde, todo ello sin olvidarnos de pedir ayuda al Espíritu Santo; finalmente apoyarnos en nuestros intercesores.
Voy a basarme, para estos puntos, en
unas reflexiones que hace Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret[1]. Imaginemos a Jesús, al que se le acerca un doctor de la Ley, por tanto,
un maestro de la exégesis. Este plantea una pregunta fundamental que nos hacemos todos los
hombres: ¿Maestro, qué tengo que hacer para
heredar la vida eterna? (Lc.10, 25). Lucas añade
que el doctor le hace la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. Él mismo, como
doctor de la Ley, conoce la respuesta que da la Biblia, pero quiere ver qué
dice al respecto este profeta sin estudios bíblicos. El Señor le remite a la
Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien
responda…
El doctor de la Ley insiste en ponerlo a
prueba. Con la segunda pregunta, busca una respuesta de “descarte” que diría el
Papa Francisco. ¿Quién es el prójimo? El prójimo debe ser
el connacional, nada de herejes, nada de apóstatas, tampoco
los samaritanos. Esta es la interpretación de la Escritura, de aquellos
doctores de la Ley.
A una pregunta tan concreta, Jesús
responde con una parábola, de un hombre que, yendo por un camino, cayó en manos
de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al
borde del camino.
Un sacerdote y un levita, es decir dos
expertos conocedores de la ley, dos profesionales del conocimiento de la
Escritura, pasan de largo. No sabemos el motivo, pero entendían que sus
ocupaciones eran más urgentes o importantes que el pararse a atender a un
hombre malherido.
Por fin llega un samaritano, alguien que
no pertenecía a la comunidad solidaria de Israel, por lo tanto, no estaba
obligado a ver en la persona asaltada a su prójimo. ¿Qué es lo que hace? No se
pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son
los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Simplemente, se le rompe
el corazón…Se le conmovieron las entrañas. Le dio lástima. El corazón de aquel
hombre vence los prejuicios ideológicos.
Aquel samaritano entiende con el
corazón, sin la afección desordenada que produce la ideología,
que ha de amar al prójimo como a sí mismo. Se vuelca en atender al
malherido.
Jesús muestra que tengo que llegar a ser
una persona que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a
mi prójimo.
Pidamos, por intercesión de María, el conocimiento interno del Señor que está en la imagen de ese samaritano que se deja llevar por lo que le dicta el corazón.