Las lecturas de hoy nos presentan tres actitudes: la intercesión de Cristo como Sumo Sacerdote (carta a los Hebreos), el ofrecimiento al Padre (salmo) y el deseo de sanación de las multitudes (Evangelio). En el centro de las tres actitudes podríamos ver a Jesús, que al ver los padecimientos de los hombres (enfermedades, demonios) se presenta al Padre (“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”) como “sacerdote santo, inocente, sin mancha”. Sin embargo, nosotros, como bautizados, también hemos sido consagrados sacerdotes y estamos llamados a unirnos al sacrificio de Cristo para consumar su obra de salvación.
Por eso, os invito a repetir el salmo con Jesús, dirigiéndonos al Padre para la salvación de las almas: aquí estoy, no quieres sacrificios ni ofrendas, para hacer tu voluntad, he proclamado tu salvación, alégrense y gocen contigo todos los que te buscan… Repitiendo y saboreando cada palabra. Nos ayudará mirar cada poco a María, Ella que supo unirse perfectamente a la obra de su hijo y que nos acompaña para ayudarnos en el seguimiento. Verla como diría Ella esas palabras, cómo las encarnaría en su vida: en las pequeñas labores de la casa, en las incomprensiones del plan de Dios, enseñando a Jesús la fe judía…
También nos puede ayudar imaginarnos la escena del Evangelio: la gente amontonándose alrededor de Jesús tras haber conocido las curaciones del paralítico, de los endemoniados, de todos los que se le acercaban. Escuchar sus chismes, y acoger en nuestro corazón sus lamentaciones, ver en ellos a los hombres de nuestro tiempo con sus nuevas dolencias: increencia, nula vivencia de la castidad, despilfarro, anorexia, alcoholismo, etc. Contemplar a personas desesperadas e impulsadas por una esperanza lanzándose sobre Jesús para obtener la curación. Y terminar dirigiendo la mirada a los ojos de Jesús adivinando sus pensamientos y sentimientos para decirle: “Yo también estoy aquí, ¿qué puedo hacer por el Padre?”