“Simón,
hijo de Juan, ¿me amas?”. “Un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está
vivo”. Podemos hacer la oración de hoy acompañando al gobernador romano Festo y
a Pedro. Festo nos ofrece en el texto de Hechos de los Apóstoles su visión
externa de los primeros cristianos. De todo lo que ha pasado en la Pasión y
Resurrección del Señor. Festo nos recuerda la locura en que consiste el
cristianismo: “se trataba solo de ciertas discusiones acerca de su religión”,
nada grave; el anuncio de un muerto que revive a la vida… Tantos de los que nos
rodean podrían firmar esas palabras. No podemos olvidar el escándalo que supone
lo que el Señor ha hecho por nosotros. Las fiestas de la Pascua llegan a su
fin, pero este final no puede llevarnos a acostumbrarnos -son ya tantas las Pascuas celebradas- al hecho que llevamos
celebrando casi 50 días: ¡Cristo muerto!, ¡Cristo vivo!, ¡revivido! Festo nos
lo recuerda: ¿qué absurdez es esta?
Pero
Festo no basta. Miremos en nuestra oración la Resurrección de Cristo con ojos
paganos, con ojos nuevos, inocentes. Pero nosotros hemos llegado más lejos que
Festo. Nosotros podemos ponernos con Pedro, caminando a la altura de Jesús.
Podemos mirarle a los ojos y ver cómo nos pregunta: “¿me amas?” Esta pregunta
gana una fuerza arrebatadora después de contemplar a Cristo desde la
perspectiva de Festo. El extraño, el protagonista de un absurdo, el personaje
de un cuento sin sentido; real, de carne y hueso -¡por mí!, ¡por mí!- me mira y me dice: “¿me
amas?” Es fácil acostumbrarse a esa pregunta, sobre todo si llevamos muchos
años de seguimiento. Ya sabemos que Dios nos ama, que Jesús nos ama y ha muerto
por nosotros. Pero no basta con saberlo. El fruto de la Pascua ha de ser vibrar
internamente con ese amor. Ese amor que por la fuerza del Espíritu Santo que
recibiremos en Pentecostés nos hará incendiar el mundo con su fuego. La Pascua
es para más amarle. Para ser más Suyo. Y eso solo lo conseguiré si me adentro
en esos ojos Suyos mientras me pregunta: “¿me amas?”