El evangelio que S. Pablo proclama, y
en el que estamos fundados, es que Cristo murió por nuestros pecados,
fue sepultado y que resucitó. Este mensaje, nos dice el Salmo 18, debe
alcanzar a toda la tierra, para que el Cielo proclame la gloria de Dios. Hoy,
con mi vida, puedo colaborar para se haga realidad ese anuncio y esa alabanza
de gloria.
Entonces, si Cristo es la razón de
nuestra esperanza, este es mi hijo amado, escuchadle, no nos
extraña que Él se defina como el camino, la verdad y la vida. Pero con el único
fin de conducir al Padre. En las lecturas se nos invita a detenernos en esta
verdad y realidad maravillosas. Si somos sinceros ¿cuánto tiempo dedicamos a
meditar en el Padre? Aunque, como dice Jesús, quien me ha visto a mí,
ha visto al Padre. Podemos animarnos a leer algo y meditar un tiempo
sobre esta pertenencia de Cristo y, a través de Él, nosotros, al Padre del
Cielo.
La prueba de esta pertenencia de
Jesús al Padre, son las obras de compasión, amor, misericordia y enseñanza que
va realizando, si no creed a las obras. Esto nos recuerda,
como el evangelio de ayer, que sin mí no podéis hacer nada. El
Maestro nos enseña así a buscar en él la fuerza, la luz y el saber hacer, para
poder dar fruto abundante.
Qué consuelo y agradecimiento por esa
promesa de mediación que nos ofrece el Señor: lo que pidáis en mi
nombre, yo lo haré. Pues, ¡tenemos tantas intenciones, que le
llevamos la cesta llena de ellas! Ir a pedirle ya es algo,
pero ¿Y la confianza, fe y constancia necesarias para verlas realizadas?,
¿Quién va a tramitar debidamente nuestras peticionesante
le Hijo? El corazón lo sabe. La más atenta y bondadosa Madre conoce muy bien a
su Hijo y cómo abordarle. Su intercesión es incontestable: no tienen
vino.