En aquellos días, decidieron elegir a algunos de ellos y les
encomendaron llevar la siguiente carta: "El Espíritu Santo, y nosotros
mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables,
y todos se alegraron por el aliento que les daba. (Hech. 15,
22)
¡Qué
alegría saberse elegido, saberse misión! Da gusto poder llevar una carta, hacer
un recado, servir de puente para unir, sumar, multiplicar el bien. Mucho más,
cuando está el Espíritu Santo por medio y lo decides con él. Más todavía cuando
llevas la “buena nueva”, el gozo, la paz y no impones cargas sino que se la
aligeras. Lo que decía San Daniel Comboni: ¡Señor, dame rodillas de camello,
para ORAR; estómago de cerdo para COMER DE TODO y HACERME TODO A TODOS;
espaldas de burro para ALIVIAR LA CARGA de los demás!”. Don Bosco
siempre decía que los que se encuentren conmigo vayan más contentos que como llegaron;
entonces sí, todos se alegrarán por el aliento que damos a los demás.
Mi corazón
está firme, Dios mío, Voy a cantar: ¡Despertad, arpa y cítara, para que yo
despierte a la aurora! Te alabaré en medio de los pueblos, Señor, porque tu
misericordia se eleva hasta el cielo y que tu gloria cubra toda la
tierra! (Salmo 57(56),8-9.10-12).
Sí, Señor,
puedo estar hecho un flan, ser arena movediza, agua no más, pero Tú eres Roca y
me das seguridad, firmeza, para cantar. Que quien canta, sus penas espanta y
hace despertar hasta el despertador, la aurora. Entonces sí, me pongo a
cantarte y alabarte porque nadie hay tan grande como Tú, porque tu misericordia
sube hasta lo alto y pido que tu gloria cubra toda la tierra, se llene de tu
paz y de tu alegría. ¡Alégrate y regocíjate, porque eres un salmo viviente para
alegrar la vida de los demás, para que se llene el mundo de Ti!
«Este
es mi mandamiento: Amaos los unos a los otros, como yo los he amado”. (Jn 15, 12).
¡Jesús, qué gusto me da obedecer órdenes, mandatos, si tienen que ver con tu
undécimo mandamiento, tu definitivo mandato: amaos unos a otros COMO TÚ! Esto
último es lo importante. Hasta que duela, hasta las últimas consecuencias,
hasta quemar el último cartucho, hasta morir! ¡Qué bello es nuestro himno
cuando sueña con el martirio a mayor gloria de Dios!
Os comparto
la florecilla franciscana comentada con la que Madre Verónica culminaba su
reciente conferencia en Valencia (abril 2018):
Un día, enterado
el hermano Francisco de ciertas actitudes de comparación, de envidia entre los
hermanos, preguntó: ¿Quién es el verdadero hermano menor? Ante el silencio de
todos, Francisco respondió: «La fe del hermano Bernardo. La sencillez y pureza
del hermano León. La bondad y afabilidad de Ángel. La conversación elegante y
el don de gentes de fray Maseo. La contemplación de fray Gil. La oración
continua de fray Rufino. La paciencia, alegría y simplicidad de Junípero. La
fortaleza de Juan de Lodi. La caridad siempre activa del hermano Rogelio. La
entrega incansable del hermano Lúcido».
Uno no es
sin la suma de todos los hermanos; somos en communio. Francisco no hablaba en
abstracto, ni de hermanos lejanos, sino de aquellos con los que vivía, con
nombres propios. Quien ama a sus hermanos más que a sí mismo es liberado de la
competitividad, de la comparación, de la desconfianza, del juicio, de creerse
superior o inferior, de la adulación y del servilismo, de la acepción de
personas, de la indiferencia… Quien ama y se sabe amado, lejos de entristecerse
por los dones del otro, puede llenarse de gozo por el bien que Dios obra en sus
hermanos. El bien de mi hermano es mío, me pertenece, porque somos un solo
cuerpo en Cristo Jesús [29], gracias a la Eucaristía; y en comunión, somos
enriquecidos en todo [30].“Mirad cómo se aman”, decían al paso de los primeros
cristianos, y llenaban las ciudades de alegría. Conocerán que sois mis
discípulos por el amor que os tenéis, dijo el Maestro; la comunión es misión”.
Estamos en
un primer viernes de mayo, víspera de nuestro sábado mariano. Os comparto el
precioso texto papal en su reciente carta “¡Alégrate y regocíjate!”
Quiero que
María corone estas reflexiones, porque ella vivió como nadie las
bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia
de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la
espada. Es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el
camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y
a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela,
nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace
falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta
musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…» (n. 176).