Empezamos nuestro rato de oración ofreciendo
las actividades del día de hoy, sin olvidarnos de pedir ayuda al Espíritu
Santo, apoyándonos en nuestros intercesores. Como llegamos inquietos y
precisamos la serenidad, podemos recordar cómo Jesús manda calmar las aguas y
trae sosiego a la barca de Pedro. Tengamos fe y estemos seguros de que lo mismo
puede hacer en nuestra alma.
La primera lectura de Pablo nos cuenta lo que será una constante en la
historia de la Iglesia, la división y disputa entre nosotros, las divisiones
internas. Ya, en los primeros momentos del cristianismo surgen las facciones.
Por un lado, los llamados “judaizantes”, apegados al “Israel Eterno”, sin ganas
de romper con la “sinagoga”, practicando la Ley Mosaica y rechazando la
universalidad. Por otro lado, los llamados “helenizantes”, rechazando la circuncisión.
Uno de estos últimos sería Esteban, primer mártir, por eso los fariseos le
odiaban especialmente.
Pablo está describiendo el ambiente que justificaría al primer
concilio, el de Jerusalén del año 50. El concilio no cerraría del todo las
heridas. Se mantendría una minoría judaizante y otra helenizante, de estos
últimos surgirían los gnósticos. Pero también el concilio, generaría la base
doctrinal de la “tradición de Pedro y Pablo”, unificando criterios,
seleccionando el buen trigo de los distintos modos de pensar. Esta “tradición”
será en lo sucesivo la referencia doctrinal de la Iglesia Católica. La verdad
estaría en un “equilibrio inestable entre dos heterodoxias” (Chesterton).
La lectura del evangelio de hoy nos cuenta la petición de uno de los discípulos
de Jesús: “Señor, enséñanos a orar”. Es entonces cuando Él les enseña, el
“Padre nuestro”. Me viene a la memoria lo que algunas veces nos
comentaba Abelardo: “Si te aburres en la oración, si no consigues centrarte,
reza despacio el “Padre nuestro”, piensa el significado de cada palabra”.
Comenzamos con la palabra “Padre”. Un autor alemán escribe: “En esta
sola palabra está contenida toda la historia de la redención”. Ratzinger
comenta:”hemos de empezar aprendiendo de Jesús qué significa propiamente
“Padre”. En boca de Jesús, el Padre aparece como la Fuente de todo
lo bueno”. “El Señor ha cumplido en la cruz rezando por sus
enemigos, nos muestra la esencia del Padre”, esta es la esencia del
Padre que no discrimina entre sus hijos, saliendo el sol para justos e
injustos, perdonando a los que se dejan llevar por el mal, buscando día a día
su silueta en el horizonte encaminándose a la casa del Padre.
Me viene a la memoria unas personas que conocí este verano. Carlitos y
su padre; Carlitos era un “tiarrón” que aparentaba tener un cuerpo de unos
cincuenta años, cerca de dos metros de estatura, pelo canoso. En este cuerpo
habitaba un niño de no más de cinco o seis años. Cuando Carlitos llegaba al
borde de la piscina, frotaba sus manos, gritaba mesuradamente, manifestando una
alegría desbordante por el baño que a continuación se iba a dar. Su anciano
padre se sentaba cerca del borde de la piscina, donde Carlitos se acercaba una
y otra vez, cruzando la piscina en una mezcla de natación y saltos. De vez en cuando
preguntaba, a su padre: “¿Me salgo para comer?” Y el padre le contestaba:
“Todavía no” y Carlitos contento volvía a cruzar la piscina.
Me llamaba la atención, esa relación tan estrecha entre el hombre-niño
y el anciano padre. El hombre-niño se fiaba por completo del anciano, al que
adoraba, sabía que de su padre solo podía recibir bondad. El hombre anciano
derrochaba ternura hacia su hijo y hablaba de él con orgullo: “Le gusta mucho
la piscina”. Escribo estas reflexiones el 1 de octubre, día de Santa Teresita y
me ha venido el recuerdo de estas vivencias, al recordar el camino de la
“infancia espiritual” de la santa. El hombre que se hace niño ante
Dios debía tener una relación así con el Padre Dios, como Carlitos con su
anciano padre.
Si nos agacháramos para entrar por esa puerta pequeñita. ¡Qué
ridículas quedarían las disputas que nos narra san Pablo! Esas disputas vienen
de nuestro orgullo, de querer quedar por encima del otro, en definitiva, de
dejar de ser niños para las cosas de Dios y “creernos personitas” como muchas
veces nos recordaba el P. Morales.
Podemos seguir por “Santificado sea tu nombre”. Esta
frase nos recuerda el segundo mandamiento del Decálogo: no tomarás el nombre de
Dios en vano. Recordamos la escena de Moisés frente a la zarza ardiendo sin
consumirse. Dios no da su nombre a Moisés, para evitar ser uno más en aquella
época politeísta.
Quedaría mucho “Padre nuestro” para muchos días de oración. De ahí el
consejo de Abelardo: “Cuando no se te ocurra nada en la oración, saborea el
Padre nuestro”.