10 octubre 2018. Miércoles de la XXVII semana del Tiempo Ordinario – Puntos de oración


Empezamos nuestro rato de oración ofreciendo las actividades del día de hoy, sin olvidarnos de pedir ayuda al Espíritu Santo, apoyándonos en nuestros intercesores. Como llegamos inquietos y precisamos la serenidad, podemos recordar cómo Jesús manda calmar las aguas y trae sosiego a la barca de Pedro. Tengamos fe y estemos seguros de que lo mismo puede hacer en nuestra alma.
La primera lectura de Pablo nos cuenta lo que será una constante en la historia de la Iglesia, la división y disputa entre nosotros, las divisiones internas. Ya, en los primeros momentos del cristianismo surgen las facciones. Por un lado, los llamados “judaizantes”, apegados al “Israel Eterno”, sin ganas de romper con la “sinagoga”, practicando la Ley Mosaica y rechazando la universalidad. Por otro lado, los llamados “helenizantes”, rechazando la circuncisión. Uno de estos últimos sería Esteban, primer mártir, por eso los fariseos le odiaban especialmente.
Pablo está describiendo el ambiente que justificaría al primer concilio, el de Jerusalén del año 50. El concilio no cerraría del todo las heridas. Se mantendría una minoría judaizante y otra helenizante, de estos últimos surgirían los gnósticos. Pero también el concilio, generaría la base doctrinal de la “tradición de Pedro y Pablo”, unificando criterios, seleccionando el buen trigo de los distintos modos de pensar. Esta “tradición” será en lo sucesivo la referencia doctrinal de la Iglesia Católica. La verdad estaría en un “equilibrio inestable entre dos heterodoxias” (Chesterton).
La lectura del evangelio de hoy nos cuenta la petición de uno de los discípulos de Jesús: “Señor, enséñanos a orar”. Es entonces cuando Él les enseña, el “Padre nuestro”.  Me viene a la memoria lo que algunas veces nos comentaba Abelardo: “Si te aburres en la oración, si no consigues centrarte, reza despacio el “Padre nuestro”, piensa el significado de cada palabra”.
Comenzamos con la palabra “Padre”. Un autor alemán escribe: “En esta sola palabra está contenida toda la historia de la redención”. Ratzinger comenta:”hemos de empezar aprendiendo de Jesús qué significa propiamente “Padre”. En boca de Jesús, el Padre aparece como la Fuente de todo lo bueno”.  “El Señor ha cumplido en la cruz rezando por sus enemigos, nos muestra la esencia del Padre”, esta es la esencia del Padre que no discrimina entre sus hijos, saliendo el sol para justos e injustos, perdonando a los que se dejan llevar por el mal, buscando día a día su silueta en el horizonte encaminándose a la casa del Padre.
Me viene a la memoria unas personas que conocí este verano. Carlitos y su padre; Carlitos era un “tiarrón” que aparentaba tener un cuerpo de unos cincuenta años, cerca de dos metros de estatura, pelo canoso. En este cuerpo habitaba un niño de no más de cinco o seis años. Cuando Carlitos llegaba al borde de la piscina, frotaba sus manos, gritaba mesuradamente, manifestando una alegría desbordante por el baño que a continuación se iba a dar. Su anciano padre se sentaba cerca del borde de la piscina, donde Carlitos se acercaba una y otra vez, cruzando la piscina en una mezcla de natación y saltos. De vez en cuando preguntaba, a su padre: “¿Me salgo para comer?” Y el padre le contestaba: “Todavía no” y Carlitos contento volvía a cruzar la piscina.
Me llamaba la atención, esa relación tan estrecha entre el hombre-niño y el anciano padre. El hombre-niño se fiaba por completo del anciano, al que adoraba, sabía que de su padre solo podía recibir bondad. El hombre anciano derrochaba ternura hacia su hijo y hablaba de él con orgullo: “Le gusta mucho la piscina”. Escribo estas reflexiones el 1 de octubre, día de Santa Teresita y me ha venido el recuerdo de estas vivencias, al recordar el camino de la “infancia espiritual” de la santa.  El hombre que se hace niño ante Dios debía tener una relación así con el Padre Dios, como Carlitos con su anciano padre.
Si nos agacháramos para entrar por esa puerta pequeñita. ¡Qué ridículas quedarían las disputas que nos narra san Pablo! Esas disputas vienen de nuestro orgullo, de querer quedar por encima del otro, en definitiva, de dejar de ser niños para las cosas de Dios y “creernos personitas” como muchas veces nos recordaba el P. Morales.    
Podemos seguir por “Santificado sea tu nombre”. Esta frase nos recuerda el segundo mandamiento del Decálogo: no tomarás el nombre de Dios en vano. Recordamos la escena de Moisés frente a la zarza ardiendo sin consumirse. Dios no da su nombre a Moisés, para evitar ser uno más en aquella época politeísta.  
Quedaría mucho “Padre nuestro” para muchos días de oración. De ahí el consejo de Abelardo: “Cuando no se te ocurra nada en la oración, saborea el Padre nuestro”.

Archivo del blog