Sería deseable que siempre, al entrar
en clima de oración, recordáramos lo que dice hoy San Pablo, porque ir a la
oración es ir al encuentro de Dios, nuestro Padre: “que lo trasciende todo, y
lo penetra todo, y lo invade todo.”
Entrar en la oración recordando
aquello que el P. Tomás Morales repetía más de una vez, como convicción
profunda en la que enraizar la vida espiritual: “El Padre me ama.”
Así el tiempo de la oración es encarrilar
el día, la vida misma, en la dirección correcta. Pueden pasar muchas cosas,
pero todas conducen a ese amor del Padre que nos sostiene y nos alienta y es
nuestra razón de ser.
En ese amor entramos por el bautismo,
en ese amor permanecemos por una fe activa y comprometida. Una fe que se hace
vida en lo pequeño, en lo oculto, en lo aparentemente insignificante. Una fe
que hace grandiosos todos los momentos vividos.
En la oración hacemos ofrenda al
Padre, unidos a Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo, de todo lo que
somos y vivimos.
Realizamos, y en la Santa Misa
culminamos, el “ofreceos como piedras vivas.” Es una ofrenda existencial y
vital. La ofrenda que el Padre espera.
Vivir, ya desde el silencio del
encuentro con el único Señor, al que hemos entregado la vida, el “Por Cristo,
con Él y en Él.”
No seremos merecedores de subir al
monte del Señor por nuestros propios méritos, pero sí lo somos unidos a Cristo,
el que ha hecho de su vida y de su sacrificio en la cruz ofrenda salvadora y
eterna.
Unidos así al Señor, con la luz del
Espíritu Santo, podremos discernir su paso también en nuestro tiempo convulso y
a veces descorazonador. Un tiempo que es también tiempo de gracia para el que
abre su vida y su alma a la acción poderosa del Espíritu Santo.
María, la Virgen Inmaculada, es la
mujer que nos va abriendo caminos en esta dirección, modelo de la humanidad
nueva. Mirándola interpretaremos todo, como ella hizo, en clave de salvación,
de redención, de gracia.