Podemos empezar nuestra oración pidiendo
el don de ver, con la “vista imaginativa”, a Jesús entrar en la sinagoga de
Nazaret. Era un sábado “y se puso en pie para hacer la lectura”. Había
vuelto, después de un tiempo, a su pueblo. Sentía la mirada de rostros
conocidos, puesta en Él. Podemos situarnos, como uno más, con los ojos fijos en
Él.
Ponemos los ojos allí donde está nuestro
corazón. Aprovechemos esta circunstancia, de la escena de la sinagoga. Nos
daremos cuenta de que los males de nuestra vida están en no tener clavada
nuestra mirada en el Salvador. ¿Cómo sería la mirada de Jesús? Detengámonos a
considerarla: Jesús miraba con aquellos ojos penetrantes que “te sondean
y te conocen”, como dice el salmo, con ojos misericordiosos
que te invitan a la cercanía, con ojos de amor que te llenan de fortaleza.
Pidamos a la Virgen “sus ojos para
mirarle”, que ella nos preste esos ojos que no temen
cruzarse con los de Jesús. El Deuteronomio nos cuenta cómo Moisés hablaba “cara
a cara con Dios”, como habla un amigo con otro amigo, esa gracia
tenemos que arrancar de la Virgen.
Escribía Abelardo: “Hoy, la
Humanidad, el corazón del hombre está enfermo por no mirar a Jesús. Él tiene
los ojos puestos en nosotros” (Abelardo de Armas. Aguaviva.pág.258).
Como no miramos a Jesús, nos miramos a nosotros mismos y sólo encontramos
miseria.
Lo triste es que, en este pasaje, eso es
lo que les pasaba a sus paisanos. Jesús tuvo que decirles: “En verdad os
digo que ningún profeta es bien recibido en su patria”. Intentaron
precipitarle desde la cima del monte, “pero Él, atravesando por medio de
ellos, se fue”.
Ante sus paisanos usó dos “palabras”: La
palabra de Dios y el “silencio”. Les leyó la palabra de Dios y les informó que
en Él se cumplía esa palabra. Ante sus murmuraciones, solo una pequeña queja: “ningún
profeta es bien recibido en su patria” y el silencio.
Jesús percibe que el demonio ha entrado
en el corazón de aquella gente y su respuesta es el silencio. El demonio pidió
un milagro a Jesús en el desierto y su respuesta fue la palabra de Dios y el
silencio, igual hace aquí palabra de Dios y silencio.
Jesús nos enseña que cuando no se quiere
ver la verdad, lo mejor es decir lo justo, la palabra de Dios y no entrar en la
discusión. Esas discusiones dentro de la familia de política, deporte,
religión, dinero, en las que no se quiere llegar a la verdad, sino más bien
imponer nuestras ideas o incluso menospreciar al otro, la mejor argumentación
es el silencio. Si no queréis ver la verdad quedaros con vuestras
disquisiciones.
Pidamos hoy a la Virgen la gracia de la
escucha, que en el templo de nuestro interior nos encontremos en la adoración,
que nos permita decir: “Habla Señor, que tu siervo te escucha”.