* Primera lectura:
Una vez más, la carta a los Hebreos
afirma que las instituciones del Antiguo Testamento eran una sombra y una
promesa, que en Cristo Jesús han tenido su cumplimiento y su verdad total.
Los sacrificios de antes no eran
eficaces, porque «es imposible que la sangre de los animales quite los
pecados». Por eso tenían que irse repitiendo año tras año y día tras
día. Esto pasaba en Israel y también en todas las religiones, porque en todas
el hombre intenta acercarse y tener propicio a su Dios.
Mientras que Cristo Jesús se ofreció en
sacrificio a sí mismo. El Salmo
39 describe la actitud de Jesús ya desde el momento de su
encarnación: «Tú no quieres sacrificios ni holocaustos, pero me has dado
un cuerpo: aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Es uno de los
salmos que mejor retratan a Cristo y su actitud a lo largo de su vida y de su
muerte. Por esta entrega de Cristo, de una vez para siempre, «todos
quedamos santificados».
En nuestra celebración de la Eucaristía
es bueno que nos acostumbremos a llevar también nuestra pequeña ofrenda
existencial: nuestros esfuerzos, trabajos, alegrías y sufrimientos, nuestros
éxitos y fracasos... Esta entrega personal es la que Cristo nos ha enseñado. El
sacrificio externo y ritual sólo tiene sentido si va unido al personal y
existencial, porque el sacrificio personal nos compromete en profundidad y en
todos los instantes de nuestra vida.
* Evangelio:
Concluye el capítulo tercero de Marcos
con este corto episodio que tiene como protagonistas, a sus familiares. Los
«hermanos» en el lenguaje hebreo son también los primos y tíos y demás
familiares. Esta vez sí se dice que estaba su madre.
Las palabras de Jesús no desautorizan a
su madre ni a sus parientes. Jesús aprovecha la ocasión para decir cuál es su
visión de la nueva comunidad que se está reuniendo en torno a Él. La nueva
familia no va a tener como valores determinantes ni los lazos de sangre ni los
de la raza. No serán tanto los descendientes de raza de Abraham, sino los que
imitan su fe: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano
y mi hermana y mi madre».
Nosotros, como personas que creemos y
seguimos a Cristo, pertenecemos a su familia. Esto nos llena de alegría. Por eso podemos decir
con confianza la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro».
Somos hijos y somos hermanos. Hemos entrado en la comunidad nueva del Reino.
Nos llena de alegría y gozo que esté la
Virgen María, la Madre de Jesús. Si de alguien se puede decir que «ha cumplido
la voluntad de Dios» es de ella, la que respondió al ángel enviado de Dios:
«Hágase en mi según tu Palabra». Ella es la mujer creyente, la totalmente
disponible ante Dios.
Incluso antes que su maternidad física,
tuvo María de Nazaret este otro parentesco que aquí anuncia Cristo, el de la
fe. Como decían los Santos Padres, ella acogió antes al Hijo de Dios en su
mente por medio de la fe que en su seno por su maternidad.
Por eso es María para nosotros buena
maestra, porque fue la mejor discípula en la escuela de Jesús. Y nos señala el
camino de la vida cristiana: escuchar la Palabra, meditarla en el corazón y
llevarla a la práctica.
Oración final
Dios todopoderoso, que, según lo anunciaste por el ángel, has querido
que tu Hijo se encarnara en el seno de María, la Virgen, escucha nuestras
súplicas y haz que sintamos la protección de María los que la proclamamos
verdadera Madre de Dios. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.