Lo primero que nos puede sorprender de
las lecturas de hoy es la dureza del corazón humano. Lo vemos en el pasaje de
los Hechos de los Apóstoles, en el enfado de los judíos contra Pablo y Bernabé
por su éxito entre los gentiles. No sólo son incapaces de reconocer la Buena
Nueva a anunciada por la Ley y los Profetas debido a que están muy apegados a
sus tradiciones, a su idea de Dios, sino que además no
soportan ver que lo que ellos rechazan consiga convencer a otros. Una
dureza de corazón de tipo muy diferente encontramos en el Evangelio, la dureza
de los Apóstoles y discípulos del Señor que no entienden el mensaje que les ha
estado dando el Señor durante los tres años que han pasado con Él. En ese caso,
la dureza de corazón no va producido por un rechazo explícito y un deseo
interior de oponerse a la Buena Noticia, pero podemos suponer que está causado
igualmente porque los discípulos tenían su idea de Mesías que no dejaba entrar
el verdadero Mesías que representaba Jesús. Seguramente, a pesar de que los discípulos
no rechazaran a Jesús, no hacía esto menos doloroso para el Señor su dureza.
Es como si las lecturas de hoy nos
estuvieran invitando: ¡abriros al Señor! ¡No os cerréis en vuestros proyectos!,
¡dejad que el aire fresco de la gracia y de la Resurrección refresquen vuestras
vidas! Estas lecturas nos recuerdan que nuestro corazón es pecador y que
queramos, como los judíos, o no queramos, como los discípulos, se resiste a
dejar entrar al Señor. Se opone a sus planes y a su persona. Debemos hacer
siempre el esfuerzo de luchar contra esa dureza de corazón, debemos salir
continuamente de nosotros mismos, de nuestras ideas, de nuestros proyectos, de
nuestra visión de las cosas, de nuestras razones, de nuestras justificaciones.
Y el salmo nos indica el camino: “Los confines de la tierra han contemplado las
maravillas de nuestro Dios”. ¿Y nosotros? ¿También hemos contemplado las
maravillas que ha hecho nuestro Dios? No si las hemos visto, sino si las hemos
meditado, las hemos interiorizado, las hemos digerido, las hemos hecho vida y
alimento.
Para eso hemos venido a la oración, para
meditar y acoger las maravillas que ha hecho el Señor. Las que hace en nuestra
vida día a día, aunque a veces se nos puedan pasar por alto agobiados como
estamos por los problemas, por nuestros problemas. También las maravillas que
hace en otros. Y las maravillas que nos presenta la Escritura, fundamento de
nuestra fe. Leamos los pasajes de hoy despacio. Rasguemos las veladuras de las
apariencias y veamos detrás de los sinsabores que cosecha el Señor su paso
delicado y suave, escondido. Como los Hechos de los Apóstoles nos muestran poco
a poco la consolidación y extensión de la primitiva Iglesia. Como a pesar de
las dificultades la Iglesia se edifica. La delicadeza de Jesús con Felipe, que
nos deja esa declaración: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” y esa
promesa: “Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo”. Y repite: “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo
haré”. Solo contemplando esas delicadezas del Señor, poco a poco, se
ablandar nuestro corazón.