¡Non possumus!
Orar en el día del Señor es recordar
siempre aquella máxima de los mártires de Abitinia (Año 304, Norte de Africa):
“No podemos vivir sin el domingo; no podemos vivir sin la Eucaristía”. Cada
domingo es el eco de la Pascua, y es el recuerdo de que nuestra oración debe
tener siempre ese aliento de resurrección y gloria que debe transparentar cada
cristiano en su vida. Y esto ¡porque somos ciudadanos del cielo!
Hay una invitación, más intensa, a ir a
la Santa Misa habiéndola preparado, con el corazón deseoso de vivir el
encuentro con el Señor; ¡no vale ir improvisando y a la carrera si hay un
verdadero amor a Cristo! A ningún enamorado, a ninguna enamorada le resultaría
emocionante.
El domingo es el “dies Domini, el dies
ecclesiae”, el día del Señor, el día de la Iglesia, el día en el que recordamos
más visiblemente que somos Asamblea de fe y esperanza, comunidad de hermanos
redimidos. ¡No estaría nada mal releer -si ya la habíamos leído antes- la Carta
Apostólica de San Juan Pablo II “Dies Domini”!
Un texto con sustancia, cosa tan difícil
de encontrar en nuestros días, iluminador y claro como el sol del mediodía.
Es el día del Señor resucitado y el día
del don del Espíritu (¡anhelamos tu venida! ¡Ven Espíritu Santo!). Es el día de
la Iglesia, de la asamblea eucarística en medio de nuestro peregrinar. Es el
día del hombre; de la alegría, del descanso, de la solidaridad: ¡¡¡¡¡el día de
los días!!!!!!
La fiesta primordial, reveladora del
sentido del tiempo, de Cristo Alfa y Omega del tiempo. Es la celebración de la
fiesta pascual; celebración de la obra del Creador.
Es como una síntesis de la vida
cristiana y una condición para vivirlo bien. La gracia que mana de esta fuente
renueva a los hombres, la vida y la historia. Descubierto y vivido así, el
domingo es como el alma de los otros días, y en este sentido se puede recordar
la reflexión de Orígenes según el cual el cristiano perfecto «está siempre en
el día del Señor, celebra siempre el domingo».
El domingo, establecido como sostén de
la vida cristiana, tiene naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. En
este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la
esperanza de los hombres. Y, de domingo en domingo, la comunidad cristiana
iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial,
cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de Dios, que «no
necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de
Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23).
Creer en la resurrección es afirmar que
alguien -y alguien de nuestra historia- está "lleno de vida". Para
siempre. Creer que Cristo está vivo es plantear para cada hombre el
sentido de la vida. Pero creer en la resurrección es aún más. Es
experimentar ya, en lo secreto de nuestro corazón, que, en Cristo, hemos
vencido a las fuerzas de la muerte, aun cuando sigan rodeándonos.
Nuestra existencia no camina hacia la
muerte. Jesús es la prenda y la fuente de nuestra existencia eterna.
Victoria de la vida, que no es empujada hacia un futuro ilusorio, porque
es victoria para hoy.
La "Pascua" que vivimos con
Cristo nos hace pasar desde ahora a la verdadera vida, que es comunión con
Dios. Desde la mañana de Pascua vivimos en régimen de resurrección, y
"en esta existencia cotidiana que recibimos de tu gracia ha comenzado ya
la vida eterna". (Pref, dom. ord. VI)
En esta tensión hacia la meta la Iglesia
es sostenida y animada por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza
para cada generación de creyentes el acontecimiento de la Resurrección. Es el
don interior que nos une al Resucitado y a los hermanos en la intimidad de un
solo cuerpo, reavivando nuestra fe, derramando en nuestro corazón la caridad y
reanimando nuestra esperanza.
El Espíritu está presente sin interrupción
en cada día de la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y generosa con la
riqueza de sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración semanal
de la Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él
hacia Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso.
Esta acción del Espíritu es permanente,
suave, definitiva, transformadora. Así lo relata el libro de los Hechos. Allí
vemos que, ante las controversias, la decisión es clara: sólo Jesucristo y nada
más, es lo importante. El resto no cuenta.
Como punto de actualidad: ya se ven las
tensiones en aquellos primeros momentos. Tensiones muchos más importantes que
las de hoy día.
Por su acción hemos de pedir
insistentemente: «Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del
orbe».
Esa es mi plegaria, Señor. Sencilla y
directa en tu presencia y en medio de la gente con quien vivo. Dame abundancia
de virtudes, justicia y paz y felicidad, para que todos los que me rodean vean
tu poder y adoren tu majestad.
«El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los
pueblos tu salvación».
Quiero que todo el mundo te alabe,
Señor, y por eso te pido que me bendigas. Si yo fuera un ermitaño en una cueva,
podrías hacerme a un lado; pero soy un cristiano en medio de una sociedad de
hecho pagana. Llevo tu nombre y estoy en tu lugar.
Bendíceme, Señor, bendice a tu pueblo,
bendice a tu Iglesia; danos a todos los que invocamos tu nombre una cosecha
abundante de santidad profunda y servicio generoso, para que todos puedan ver
nuestras obras y te alaben por ellas. Haz que vuelvan a ser verdes, Señor, los
campos de tu Iglesia para gloria de tu nombre.
«La tierra ha dado su fruto, nos bendice
el Señor nuestro Dios. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben».
El misterio pascual hace caducas todas
las cosas. La asamblea eucarística realiza perfectamente este cambio total:
ella es el templo, donde no se ofrece otro sacrificio que la fidelidad del
Cordero inmolado a su Padre y la de los hombres a quienes Dios, en Jesucristo,
ha salvado una vez por todas. La eucaristía es, según esto, la etapa decisiva
dentro del incesante peregrinar del mundo hacia la meta final.
La iglesia, fundada y congregada por
Cristo y el Espíritu llegará a ser una comunidad perfecta y feliz. Actualmente
está en camino. Pero le falta mucho para la plenitud.
No se puede pensar que la iglesia ya es
lo que será y que, por confesarla, santa, ya lo es sin más. Todo eso es tarea
que hay que ir haciendo. Ya está presente y actuante en ella Cristo y el
Espíritu.
Esperamos, sin embargo, y con toda
certeza, que haya un perfeccionamiento final para que seamos todos una sola
cosa en Cristo y Dios sea Dios en todos. También en su iglesia, que muchas
veces, hoy por hoy, no lo representa ni lo anuncia bien. Hemos de persuadirnos
de eso, sin ansiedad, miedos ni angustias. Sino con amor y esperanza.
Madre nuestra, en estos días entrañables
vividos junto a ti, enséñanos que quien no ama a Cristo y guarda sus palabras,
tampoco ama al Padre. Que tu mediación maternal, cuando se vaya Jesús, nos
alcance que el Padre envíe al Paráclito (el Consolador) y éste nos enseñe a los
discípulos y nos introduzca en la plenitud de la verdad. ¡Arráncanos de la
tierra y arrástranos al cielo!