Hoy, tercer Domingo de Pascua,
contemplamos todavía las apariciones del Resucitado.
Los apóstoles, después de los
acontecimientos pascuales, parece que retornan a su ocupación habitual, como
habiendo olvidado que el Maestro los había convertido en “pescadores de
hombres”. Un error que Juan reconoce, constatando que —a pesar de haberse
esforzado— «no pescaron nada». Era la noche de los discípulos. Sin embargo, al
amanecer, la presencia conocida del Señor le da la vuelta a toda la escena.
Simón Pedro, que antes había tomado la iniciativa en la pesca infructuosa,
ahora recoge la red llena: ciento cincuenta y tres peces.
Así, cuando bajo la mirada del Señor,
los Apóstoles, con la primacía de Pedro —manifestada en la triple profesión de
amor — ejercen su misión evangelizadora, se produce el milagro: “pescan
hombres”. Los peces, una vez pescados, mueren cuando se los saca de su medio.
Así mismo, los seres humanos también mueren si nadie los rescata de la oscuridad
y de la asfixia, de una existencia alejada de Dios.
Fijemos la mirada en Pedro y su triple
confesión. Ponte tú en su lugar, sé tú a quien Jesús le pregunta y pide que
responda con amor. Contempla y métete en la escena siendo tú ese Pedro agachado
y con vergüenza ante Jesús.
Pero ojalá seamos siempre como Pedro y
seamos capaces de volver a Él con humillación, pero con cariño.