Lectura del libro de Nehemías (8, 2-4a. 5-6. 8-10)
En aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro
de la Ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y todos los que
tenían uso de razón. Era mediados del mes séptimo. En la plaza de la Puerta del
Agua, desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los
hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía
con atención la lectura de la Ley. Esdras, el escriba, estaba de pie en el
púlpito de madera que había hecho para esta ocasión. Esdras abrió el libro a la
vista de todo el pueblo -pues se hallaba en un puesto elevado- y, cuando lo
abrió, toda la gente se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande, y
todo el pueblo, levantando las manos, respondió: - «Amén, amén.» Después se
inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra. Los levitas leían el libro de
la ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieron
la lectura. Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote y escriba, y los
levitas que enseñaban al pueblo decían al pueblo entero: - «Hoy es un día
consagrado a nuestro Dios: No hagáis duelo ni lloréis. » Porque el pueblo
entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley. Y añadieron: - «Andad, comed
buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es
un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor
es vuestra fortaleza.»
Salmo responsorial (Sal 18,
8. 9. 10. 15)
R. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. R.
Los mandatos del Señor son rectos y alegran el
corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. R.
La voluntad del Señor es pura y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. R.
Que te agraden las palabras de mi boca,
y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, roca mía, redentor
mío. R.
Lectura de la primera carta
del apóstol san Pablo a los Corintios (12, 12-30)
Hermanos: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos
miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo
cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y
libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no
uno solo. Si el pie dijera: «No soy mano, luego no formo parte del cuerpo»,
¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: «No soy ojo, luego
no formo parte del cuerpo»,¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el
cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo
olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él
quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros
son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la
mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os
necesito.» Más aún, los miembros que parecen más débiles son más necesarios.
Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los menos decentes, los
tratamos con más decoro. Porque los miembros más decentes no lo necesitan.
Ahora bien, Dios organizó los miembros del cuerpo dando mayor honor a los que
menos valían. Así, no hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros
por igual se preocupan unos de otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con
él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan. Pues bien, vosotros sois
el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Y Dios os ha distribuido en la
Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los profetas, en el
tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la
beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos
apóstoles? ¿0 todos son profetas? ¿0 todos maestros? ¿0 hacen todos milagros?
¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
Lectura del santo evangelio
según san Lucas (1, 1-4; 4, 14-21)
Excelentísimo Teófilo: Muchos han emprendido la tarea
de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros,
siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos
oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo
todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden,
para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido. En aquel
tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se
extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su
costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el
libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba
escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha
enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos
la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para
anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al
que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se
puso a decirles: - «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»