* Primera lectura: Para que los cristianos procedentes del judaísmo no tuvieran añoranza de la institución sacerdotal del Templo, el autor de la carta demuestra la superioridad total del sacerdocio de Jesús.
Le presenta como «sacerdote según el rito de Melquisedec». Este misterioso personaje, que salió al encuentro de Abrahán cuando volvía de una de sus salidas de castigo contra los enemigos (Génesis 14), presenta varios rasgos que hacen su sacerdocio muy diferente del que luego sería el sacerdocio hereditario de la tribu de Leví:
- no tiene genealogía, no constan quiénes son sus padres,
- tampoco se indica el tiempo, su inicio o su final: apunta a un sacerdocio duradero,
- es rey de Salem, que significa «paz»,
- el nombre de Melquisedec significa «justicia»,
- es sacerdote en la era patriarcal, antes de la constitución del sacerdocio de la tribu de Leví.
Todo esto se aplica aquí a Cristo para indicar su superioridad. No es como los sacerdotes de la tribu de Leví. No ha heredado su sacerdocio de una familia. Jesús es laico, no sacerdote según las categorías de los judíos. Tiene genealogía humana, pero sobre todo es Hijo de Dios. No tiene principio y fin, porque es eterno. Y es el que nos trae la verdadera paz y justicia.
* Salmo responsorial: Cuando rezamos con el Salmo 109, «tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec», queremos significar esta singularidad de Jesús en su misión de Mediador entre Dios y la humanidad: es sacerdote no según unas leyes humanas, sino de un modo muy especial. Melquisedec aparece así como figura y profecía de Cristo, el verdadero sacerdote que Dios nos ha enviado en la plenitud de los tiempos.
* Evangelio: Jesús nos enseña que hay que obrar el bien en todo tiempo: no hay un tiempo para hacer el bien y otro para descuidar el amor a los demás. El amor que nos viene de Dios nos conduce a la Ley suprema, que nos dejó Jesús en el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo mismo os he amado» (Jn 13,34). Jesús no deroga ni critica la Ley de Moisés, ya que Él mismo cumple sus preceptos y acude a la sinagoga el sábado; lo que Jesús critica es la interpretación estrecha de la Ley que han hecho los maestros y los fariseos, una interpretación que deja poco lugar a la misericordia.
Jesucristo ha venido a proclamar el Evangelio de la salvación, pero sus adversarios, buscan pretextos contra Él: «Había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si le curaba en sábado para poder acusarle» (Mc 3,1-2). Al mismo tiempo que podemos ver la acción de la gracia, también vemos la dureza del corazón de unos hombres orgullosos que se creen poseedores de la verdad. ¿Sintieron alegría los fariseos al ver aquel pobre hombre con la salud restablecida? No, todo lo contrario, se obcecaron todavía más, hasta el punto de ir a hacer tratos con los herodianos —sus enemigos naturales— para buscar acabar con Jesús.
Con su acción, Jesús libera también el sábado de las cadenas con las cuales lo habían atado los maestros de la Ley y los fariseos, y le devuelve su verdadero sentido: día de comunión entre Dios y el hombre, día de liberación de la esclavitud, día de la salvación de las fuerzas del mal. Escribe san Agustín: «Quien tiene la conciencia en paz, está tranquilo, y esta misma tranquilidad es el sábado del corazón». En Jesucristo, el sábado se abre ya al don del domingo.
Oración final:
Dios y Padre de nuestro salvador Jesucristo, que en María, virgen santa y madre diligente, nos has dado la imagen de la Iglesia; envía tu Espíritu en ayuda de nuestra debilidad, para que perseverando en la fe crezcamos en el amor y avancemos juntos hasta la meta de la bienaventurada esperanza. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.