Comenzamos como siempre poniéndonos en la presencia de Dios. Esa es la mejor composición de lugar para la oración de cada día.
La ofrenda de la voluntad
Si nos preguntaran qué ofreció Cristo en su sacrificio del calvario, lo más probable es que digamos: su sangre o su vida, y esto es cierto; pero puede hacernos olvidar la dimensión interior de su oblación. El sacrificio del Señor es ante todo el sacrificio interior de su voluntad. Nosotros hemos sido salvados por un acto colosal de obediencia amorosa.
En realidad, la grandeza de la obediencia y del sacrificio de la voluntad era ya conocida en el Antiguo Testamento: "¿Se complace el Señor tanto en holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la voz del Señor? el obedecer es mejor que un sacrificio, y el prestar atención, mejor que la grasa de carneros (1 Sam 15, 22).
Cristo nos invita hoy a que también nosotros hagamos nuestra propia oblación, que puede consistir en cosas aparentemente insignificantes y que nos preparan para oblaciones de mayor calado
La familia de Cristo
La familia de Cristo no viene de los nacidos de la carne y la sangre. Viene de otra realidad, que enlaza bellamente el texto del evangelio con la primera lectura, pues dice el Señor: "El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3,35). Así como por la obediencia a la voluntad del Padre Cristo es Cristo, por esa obediencia nosotros somos cristianos.
No dejemos de notar un hecho muy bello, cuando Jesús dice que su "madre" será quien haga la voluntad de Dios no estaba descartando ni dando la espalda a María, que precisamente definió su vida con una consigna nunca quebrantada: "He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra" (Lc 1,38). De modo que el evangelio de hoy, lejos de disminuir la figura de la Madre del Señor, la presenta en su hermosa y formidable proporción.
Por eso acabamos nuestro rato de oración mirando de cerca a la Virgen María, como modelo de oblación y de escucha de la voluntad de Dios.