Pasados ya los días de la Navidad, tras celebrar el nacimiento de Jesús en Belén y su manifestación a todos los pueblos el día de le Epifanía, cerramos este periodo litúrgico con la fiesta del bautismo del Señor el pasado domingo. Y pensaba yo, qué me quedaba de esta Navidad como mensaje para mi vida espiritual, qué poso había quedado en mi alma. Y dándole vueltas, no dejaba de sorprenderme el modo que tiene Dios de hacer las cosas: mediante la humildad.
En otras ocasiones el Amor de Dios, su infinita ternura, había sido el tema principal de mi oración en los días de Navidad. En este año, la inaudita humildad de Dios se me mostraba como parte de ese misterio también infinito que es Dios mismo.
Como nos dice la Sagrada Escritura: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser”.
Y es que, uno observa la historia de la salvación y vemos como al principio de los tiempos Dios se mostraba como un Dios temible, que se manifestaba a través de los grandes fenómenos de la naturaleza: el diluvio, el fuego, el huracán… con el paso del tiempo la manifestación de Dios al hombre se hizo algo más aprensible. A través de un interlocutor humano, Moisés, Dios se mostraba en una columna de humo, en una zarza ardiendo... Pero en la etapa final, en la plenitud de los tiempos Dios se nos ha manifestado a través de la humildad de un niño pequeño. Y ese Niño, nos dirá la carta a los hebreos, es: “impronta de su ser”. Es decir la humildad y sencillez de un recién nacido es reflejo, imagen, impronta, del ser de Dios. Misterio inaprensible para la mente humana, que el Dios creador, el motor y origen del universo sea la encarnación de la humildad. Esto es una concepción del mundo, al revés de lo que estamos acostumbrados a creer, de tal modo que nos sea imposible asimilarlo si no es con la ayuda de Dios mismo.
Pero todavía, al final de su vida en este mundo, fue capaz de superarse a sí mismo. Y es entonces cuando decidió quedarse entre nosotros, no ya como un niño, sino como un pedacito de pan. En el colmo de la humildad Dios decidió hacerse “cosa”, y esto, por amor. Para hacerse accesible a todos los hombres de todos los tiempos, de todas las razas, pueblos y naciones, ricos y pobres. Haciendo una especie de metáfora, da escalofríos imaginar que Dios se ha hecho “tetrapléjico” por ti y por mí. Pues esa es la condición en la que se ha quedado en la Eucaristía. No puede andar, ni moverse, ni hablar, sólo mirarte, escucharte y amarte desde el sagrario. Creo que si el ojo humano fuese capaz por sí mismo de ver un átomo, Dios se habría hecho más pequeño todavía, se habría hecho átomo.
Reflexionemos sobre este insondable misterio de la mano de la Virgen María, la humilde esclava del Señor, pues para los hombres solos es completamente imposible.