1. “Que nadie menosprecie tu juventud:
por el contrario, trata de ser un modelo” (1 Tim, 4)
¡Cuántos dicen “yo no soy modelo de
nadie”! Pero San Pablo piensa de distinto modo y nos ayuda a ser “modelo
para para los que creen, en la conversación, en la conducta, en el amor, en la
fe, en la pureza de vida”.
En un libro de don Eloy Bueno sobre la
eclesiología del Papa Francisco se refiere a las tres dimensiones: ortodoxia
(fe, credo), ortopraxis (moral, santidad), ortopatía (corazón tierno y
misericordioso).
En Perú estamos celebrando los cien años
de las Canonesas de la Cruz. Su fundadora, Teresa de la Cruz Candamo, recibió
en Alassio (Génova), la gracia que marcó su vida y la de esta floreciente
congregación: En oración, ante el Crucifijo que luce en el altar mayor de la
colegiata de ese lugar, escuchó místicamente estas palabras desde la Cruz: “Si
buscas Ideal, aquí tienes; si quieres Amor, aquí tienes; si quieres Modelo,
aquí tienes’.
Seremos modelo si Cristo es mi modelo en
todo.
En el pensamiento, en la voluntad, en el
sentimiento: “¿Qué haría mi Modelo, Cristo, en mi lugar?”
2. “Él envió la redención a su pueblo…
El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría”:
El Papa nos está urgiendo a custodiar la
creación. Cristo viene a re-crear mediante la redención a “su pueblo”, a mí
(“me amó y se entregó a la muerte por mí”) pero no aisladamente, sino en
“racimo” como le gustaba decir al P. Tomás Morales, en familia, “en pueblo”. Y
lo hizo con obras bien concretas, en obediencia al Padre, abajándose tanto
tanto que fue elevado a la cruz, la cima del amor.
¡Cómo defraudarle, cómo sacarle la
vuelta, traicionarle…si me ha amado hasta el extremo? Mi único temor es no ser
lógico, no ser consecuente ante su “amor primero”, desbordante, sin medida…
3. “¿Cuál de los dos lo amará más?"
Simón contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". (Lc 7,36)
Leemos detenidamente, saboreando, esta
tierna escena en la que Jesús permite que una mujer “pecadora”, se pone a
llorar a sus pies y los baña con sus lágrimas de arrepentimiento, cubriéndolos
de tiernos besos y ungiéndolos con perfume de gratitud.
Bastaría esto para meterme en la escena,
mirar a la pecadora, pero sobre todo dejarme mirar por el PERDONADOR. ¡Con qué
cariño y misericordia la miraría!
Casi ni tiempo nos da al malévolo juicio
del fariseo. Pero Jesús, con infinita paciencia, se deja criticar, se deja
interrogar para darle la lección que necesitaba: “Hasta que no ves tu pecado no
te sientes perdonado y, por tanto, no amarás de modo tan grande como ella”.
¡Qué respuesta tan consoladora! Tus
pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado, vete en paz.
Escucha, saborea, goza con tales
palabras y quédate en paz, con Jesús. Te comparto el sugestivo comentario que
hace nuestro Papa Francisco.
Catequesis del Papa Francisco, miércoles
20-4-2016: «Las lágrimas de la pecadora obtienen el perdón»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Hoy queremos detenernos en un aspecto de
la misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos
escuchado. Se trata de un hecho que le sucedió a Jesús mientras era huésped de
un fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa
porque había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y mientras
estaban sentados comiendo, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como
una pecadora. Esta, sin decir una palabra, se pone a los pies de Jesús y rompe
a llorar; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca con sus
cabellos, luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha llevado
consigo.
Sobresale el contraste entre las dos
figuras: la de Simón, el celante servidor de la ley, y la de la anónima mujer
pecadora. Mientras el primero juzga a los demás de acuerdo a las apariencias,
la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, aun
habiendo invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el
Maestro; la mujer, al contrario, se confía plenamente a Él, con amor y
veneración.
El fariseo no concibe que Jesús se deje
«contaminar» por los pecadores. Él piensa que si fuera realmente un profeta
debería reconocerlos y tenerlos lejos para no ser manchado, como si fueran
leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la religión, y
está motivada por el hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la
Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el
pecado no es necesario llegar a compromisos, mientras los pecadores —es decir,
¡todos nosotros!— somos como enfermos, que necesitan ser curados, y para
curarlos es necesario que el médico se les acerque, los visite, los toque. ¡Y naturalmente
el enfermo, para ser sanado, debe reconocer que necesita del médico!
Entre el fariseo y la mujer pecadora,
Jesús toma partido por esta última. Jesús, libre de prejuicios que impiden a la
misericordia expresarse, la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por
ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a Dios
que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a
Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora, Jesús pone fin
a aquella condición de aislamiento a la que el juicio despiadado del fariseo y
de sus conciudadanos —los cuales la explotaban— la condenaba: «Tus pecados
quedan perdonados» (v. 48). La mujer ahora puede ir «en paz». El Señor ha visto
la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso delante a todos, proclama:
«Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50). De una parte, aquella hipocresía
del doctor de la ley, de otra la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer.
Todos nosotros somos pecadores, pero muchas veces caemos en la tentación de la
hipocresía, de creernos mejores que los demás y decimos: «Mira tu pecado…». Por
el contrario, todos nosotros debemos mirar nuestro pecado, nuestras caídas,
nuestras equivocaciones y mirar al Señor. Esta es la línea de la salvación: la
relación entre «yo» pecador y el Señor. Si yo me considero justo, esta relación
de salvación no se da.
En este momento, un asombro aún más
grande invade a todos los comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los
pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de
la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la
potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.
La mujer pecadora nos enseña la relación
entre fe, amor y agradecimiento. Le han sido perdonados «muchos pecados» y por
esto ama mucho; por el contrario «a quien poco se le perdona, poco amor
muestra» (v. 47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más quien ha sido
perdonado más. Dios ha encerrado a todos en el mismo misterio de misericordia;
y de este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como
recuerda san Pablo: «En Él (Cristo) tenemos por medio de su sangre la
redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha
prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia» (Ef 1, 7-8). En este
texto, el término «gracia» es prácticamente sinónimo de misericordia, y se dice
que es «abundante», es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el
proyecto salvífico de Dios para cada uno de nosotros.
Queridos hermanos, ¡estemos muy
agradecidos por el don de la fe, demos gracias al Señor por su amor tan grande
e inmerecido! Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este
amor se sacia el discípulo y sobre éste se funda; de este amor cada uno se
puede nutrir y alimentar. Así, en el amor agradecido que derramamos a su vez
sobre nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se
comunica a todos la misericordia del Señor.