“Grande es el misterio que veneramos”, nos dice san Pablo en esta carta a Timoteo. ¿Qué misterio? El de la
Encarnación. Dios con nosotros. La realidad del Verbo humanado. Aquello que,
tres veces al día, repetimos con el Ángelus: “El Verbo se hizo carne, y habitó
entre nosotros”. Escándalo para unos y locura para otros, pero para nosotros la
Fuerza y la Sabiduría.
"El
Verbo se hizo carne" es una de esas verdades a las que nos hemos
acostumbrado tanto, que ya casi no nos impacta la magnitud del evento que
expresa. Algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y en la que
sólo se puede entrar con la fe.
El Logos que está con Dios, el Logos,
que es Dios, por y para el cual fueron creadas todas las cosas, que ha
acompañado a los hombres en la historia con su luz, se hace carne y pone su
morada entre nosotros, se hace uno de nosotros.
Como dice el Concilio Vaticano II: "El
Hijo de Dios... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen
María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a
nosotros, excepto en el pecado". (GS, 22).
Es importante recuperar el asombro ante
el misterio, dejarse envolver por la magnitud de este acontecimiento: Dios ha
recorrido como un hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre,
para comunicarnos su propia vida.
Dios, haciéndose carne, quiso hacerse
don para los hombres, se entregó por nosotros, asumió nuestra humanidad para
donarnos su divinidad.
Este es el gran don. Incluso en nuestro
dar no es importante que un regalo sea caro o no; quien no es capaz de donar un
poco de sí mismo, da siempre muy poco; incluso, a veces incluso se intenta
reemplazar el corazón y el compromiso de donación de uno mismo con el dinero,
con cosas materiales. El misterio de la Encarnación significa que Dios no lo ha
hecho así: no ha dado cualquier cosa, sino que se entregó a sí mismo en su Hijo
Unigénito. Aquí encontramos el modelo para nuestro dar, para que nuestras
relaciones, sobre todo las más importantes, sean impulsadas con la generosidad
y el amor.
Este modo de actuar de Dios es un
poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no
debe limitarse a la esfera de los sentimientos y emociones, sino que debe
entrar en la realidad de nuestra existencia, es decir, debe tocar nuestra vida
de cada día y orientarla de manera práctica. Dios no se detuvo en las palabras,
sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia, salvo
en el pecado.
La fe tiene un aspecto fundamental que
afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.