Purifico mi oración antes de comenzar,
le pido a Dios que haga Él lo que deseo pero soy incapaz de conseguir por mí
mismo: “Señor, que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean
puramente ordenadas en servicio y alabanza de vuestra divina majestad”.
Una confesión inicial: a veces me
resulta difícil acercarme estos días a la oración. Cuando se hace en teoría o
por rutina, desde la distancia, es fácil rezar a Dios por las personas que
están sufriendo. Pero cuando comienzas a tener familiares, amigos, conocidos
que fallecen, enferman, se tiran más de 24h. esperando en la sala de urgencias
de un hospital, se comienza a ver que hay selección de pacientes a tratar ante
la falta de recursos, sanitarios amigos que enferman por falta de protección…
¡Es tan fácil pedirle cuentas a Dios! ¡Es tan humano! (leer atentamente el
grito de Israel en la primera lectura, seguramente retrata el estado de muchos
de nuestros corazones en estos días…).
Por eso, la invitación para la oración
de hoy consiste en tener un diálogo sincero y humilde, a corazón abierto, con
Dios. Sin caer en echarle en cara nada, pero tratando de ver cómo Él está
presente en todas esas situaciones que nos van llegando. La gravedad de los
tiempos que vivimos exige abandonar una fe fideísta (fe bobalicona llena de
tópicos y alimentada de frases motivadoras). Y también hace evidente lo
inservible de una relación desde la distancia con Dios.
O Dios está verdaderamente aquí, entre
nosotros, o todo esto es desesperanzador…
Ayer, 25 de marzo, celebrábamos la
Encarnación del Hijo por medio del Hágase de María. Ayer, con fuerza, Dios
Padre, nos gritaba: Mi Hijo, el Amado, mi predilecto, en quien Yo me
complazco, asume vuestra condición humana, para que todo lo que viváis, sea
abrazado, redimido y colmado de sentido por la inhabitación trinitaria en cada
alma en gracia. ¡Qué consolador supone celebrar la Encarnación de Dios en medio
de una pandemia…! Dios no nos abandona, Dios está aún más dentro de nosotros
que el temido virus. Por eso, el Amor y la esperanza son más nucleares que el
pánico y la pérdida…
El Evangelio de hoy comienza con el
Hijo, sabiéndose enviado por el Padre: Si yo doy testimonio de mí
mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que
es válido el testimonio que da de mí.
Decía hace poco D. Juan Carlos Elizalde
en un artículo titulado “¿dónde está Dios?” (artículo completo al final de los
puntos): La respuesta de Dios al mal es su Hijo. Jesús de Nazareth ha
asumido el mal. Lo ha cargado sobre Él, ha tocado las raíces del dolor humano y
por eso acompaña desde dentro a toda la humanidad. Paul Claudel, el poeta
francés, lo dice muy bien: «Jesús no ha venido a quitar o a explicar el dolor
humano sino a llenarlo de su dulce presencia».
De nada serviría que se nos haga
evidente la pobreza de nuestros becerros de oro, de nuestros ídolos, si este
hallazgo nos dejara en la tristeza y culpabilidad de “haber vivido
equivocadamente”. Señor, Tú amas, porque eres Amor. Tú no castigas: Tú sufres
con el hijo sufriente; Tú te ofreces con humildad y respeto al hijo
desengañado; acoges al hijo pródigo y celebras una fiesta, porque estaba
muerto, y ha sido reencontrado… En medio de la pandemia, llamas a tus hijos a
la Vida (cruzando el umbral de la muerte, o dejándonos vivos después de esta
situación, viviendo como hijos, como resucitados) …
Ya lo decía Benedicto XVI, al concluir
los ejercicios espirituales para la curia romana, el 23 de febrero de 2013,
antes del final de su pontificado. ¡Qué luminosas palabras!
Creer no es otra cosa que, en la noche
del mundo, tocar la mano de Dios,
y así, en el silencio, escuchar la Palabra, ver el Amor.
Artículo D. Juan Carlos Elizalde, obispo de Vitoria
y así, en el silencio, escuchar la Palabra, ver el Amor.