Jesús, el más delicado, discreto y respetuoso varón
que haya pisado esta tierra, entra en una etapa decisiva para su vida. No sólo
va conociendo y sintiendo, sino comprobando las intrigas y deseos homicidas de
aquellos que no le aceptan. Estas actitudes de su entorno, “para echarse a
temblar”, contrastan con su actitud humilde; “yo, como manso cordero”. Esto
es lo que anticipa Jeremías unos 600 años antes de ocurrirle a Jesús.
Asumir ser despreciado, perseguido, echado a un lado y
ser el blanco de toda maldad, es algo que nos sobrecoge del Señor Jesús. Sin
embargo, ¿Qué diálogo vivía él con su Padre sobre el desarrollo de esos
acontecimientos? ¿Qué motivaciones profundas le empujaban a “dejar hacer” a las
circunstancias? Mi escudo es Dios, que salva a los rectos de corazón,
nos recuerda el salmo 7. En esa comunión profunda con la voluntad del Padre, a
impulsos del Espíritu y un infinito amor, a ti y a mí, encontramos la
motivación y determinación a entregarse que vamos observando en Jesús.
Sus coetáneos comentan que su comportamiento era de
profeta, pues jamás ha hablado nadie como este hombre e
incluso que es el Mesías. Con todo y ello, surgió entre la
gente una discordia por su causa…y algunos querían prenderlo. Nicodemo,
intentará, en vano, salir al paso y defender a Jesús diciendo: «¿Acaso
nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha
hecho?».
Pidamos a nuestra Madre que, si se nos rechaza a causa
de nuestra fe y sus implicaciones, que Dios nos dé la actitud interior y la
fortaleza para no tener miedo, sino más bien para ser testigos del Señor y para
obrar siempre lo que es justo y bueno.