Las lecturas que estamos haciendo estos últimos días son muy sugestivas.
Ya en las del domingo contemplábamos el cielo abierto y descender sobre
la tierra el Espíritu. Vamos a pedir al Señor que nos haga sensibles a todas
sus gracias. Los cielos se rasgan en este momento de la oración y el Señor se
hace presente en nuestros corazones a través de su Espíritu, Esta realmente
presente para muchos de nosotros en la Eucaristía. Que misterio el de la
Navidad, el de la encarnación, el de la Eucaristía. Si es que no necesitaríamos
más para hacer la oración que estar pidiendo que transforme nuestros corazones
y nuestras mentes.
Los ángeles sentían envidia de Dios que se encarna y se me parece, como
escribió Sartre en una de sus obras de teatro.
Nos ha coronado de gloria y dignidad. Aunque a consta de sufrir. De ahí
que hasta el sufrir tenga sentido. Nos ha dado poder, todo lo ha sometido al
hombre. ¡Qué responsabilidad! Somos constructores de una nueva humanidad, de un
nuevo mundo. De ahí que no nos quedemos embobados mirando caer la nieve detrás
de la ventana, con miedo al frío del mundo. Salgamos, llevemos con Él muchos
hijos a su gloria, como dice Pablo. Dejémonos santificar, queramos ser santos.
El Señor hablaba con autoridad, porque su vida le precedía. Hablemos con
la vida.
Sus palabras transformaban, esa era la autoridad. Permitían conocerle, obraban la conversión, curaban, sanaban, enseñaban, perdonaban, expulsaban demonios, santificaban. Ven y verás. El llamamiento de su palabra se obraba en la relación con Él. ¿Qué nos dice hoy en la oración? Señor ábreme el oído.