Iniciamos nuestra oración
poniéndonos en presencia de Dios. Los gestos siempre nos ayudan: quédate un
instante de pie antes de ponerte de rodillas, para ser consciente que estás
delante del Señor y en su presencia. No pases de estos primeros momentos sin
haber logrado esa conciencia de estar en la presencia del Señor. Luego de
rodillas o sentado puedes releer el pasaje de los Hechos que narra la
conversión de Pablo.
Es el relato de su conversión tal
como lo narra él mismo. Es el momento en que cambió su vida. Es el instante en
que se encontró con Jesús, en el camino de Damasco. El momento en que creyó en
el Evangelio. Es decir, comenzó a creer en Jesús muerto y resucitado, en Jesús
como el Cristo, el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios.
Este encuentro cambia su vida.
Quizás necesitaría tiempo para darse cuenta de la gracia que había recibido,
pero toda la fe que encontramos en sus cartas se deriva de este encuentro con
Jesús. Pablo poco a poco irá comprendiendo algo que será el núcleo de su
evangelio: la salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la
ley, sino del hecho de que Jesús, por amor, había muerto también por él, el
perseguidor, y había resucitado.
Para la meditación os invito a
reflexionar especialmente en tres preguntas del texto de la conversión. Son
tres preguntas esenciales para nuestra relación con el Señor, igual que lo
fueron para Pablo.
Versículo 8: Yo pregunté: “¿Quién
eres, Señor?”. Me respondió: “Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues”.
Versículo 10: Yo pregunté: “¿Qué
debo hacer, Señor?”.
Versículo 16: Ahora, ¿qué
te detiene? levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados invocando
su nombre”.
Son tres preguntas que tenemos
que hacernos durante la oración. Las dos primeras van dirigidas al Señor; la
tercera es una pregunta que nos tenemos que hacer nosotros mismos. La primera
pregunta es la más importante. Quizás tenemos que repetirla muchos días hasta
que en el silencio del corazón escuchemos la voz del Señor que nos dice: Yo soy
Jesús. De la escucha de esta respuesta depende el sentido de nuestra vida, y
que podamos seguir con las otras preguntas. Porque solamente después de haber
escuchado a Jesús puedo atreverme a hacer la segunda pregunta: ¿Qué debo hacer,
Señor? Y de nuevo toca tiempo de escuchar. Es la pregunta permanente que, desde
la espiritualidad ignaciana, nos hacemos cada día al iniciar el ofrecimiento de
obras y que cerramos con nuestro examen del amor.
La tercera pregunta nos invita al
discernimiento, personal y acompañado: ¿qué me detiene? ¿Cuáles son los
obstáculos que tengo que quitar de mi camino para seguir la voluntad del Señor?
Hacerse estas tres preguntas y esperar con paciencia que crezca la respuesta en el corazón es tarea cotidiana y permanente en nuestra vida de seguimiento del Señor. Se lo encomendamos a Nuestra Señora y a san José en su año.