Hemos terminado ya la Navidad, pero las lecturas de la misa nos siguen
invitando a contemplar ese misterio: el Señor, Dios Hijo, ha venido a nosotros
para librarnos de la muerte, del pecado, del sufrimiento. De la esclavitud a la
que estábamos sometidos. Nos adentramos con silencio interior en este misterio
que se acerca hoy a mí. Quiere llegar a mi corazón. Para ello basta que dirija
mis ojos a la Palabra que la reciba con corazón atento. Así, esa venida del
Señor es real no solo en la vida histórica de Jesús, sino también hoy en mí.
También hoy viene su Palabra y esta vez se encarna en mi cuerpo, en mis
acciones, en mis palabras, en mi vida.
“Participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la
muerte al señor de la muerte”. El Señor viene hoy a mi vida a liberarme de mis
muertes. A vencer todo temor porque Él vence a la muerte. Él “se acuerda de su
alianza eternamente”, no se olvida de mí. Aunque soy el más pequeñito de sus criaturas
me mira con amor para que cante “sus hazañas a los pueblos”. Qué hermoso sería
aprovechar la oración de Dios para agradecer y alabar a Dios por todas las
maravillas que va a hacer en mí a lo largo del día de hoy. No necesitamos
experimentarlo para saberlo porque la fe nos enseña que Dios hace proezas todos
los días con nosotros. Él gobierna toda nuestra vida.
El Evangelio puede apoyar nuestra pobre fe. Nos presenta un día de Jesús. Cambiemos los nombres y los escenarios. El Señor no me habla en el Evangelio de lo que un día hizo en Galilea, sino que me cuenta por adelantado lo que va a hacer conmigo hoy. Nos va a levantar de nuestra fiebre para convertirnos en servidores amorosos de nuestros hermanos. Va a llevarse nuestras enfermedades y sostenernos ante los demonios que nos acechan. Nos va a enseñar a orar. Va a orar al Padre en nosotros. Nos va a llevar a predicar su Palabra junto a Él. ¡Qué maravilla!, ¡cuántos milagros! Repitamos simplemente: “El Señor es bueno, el Señor es bueno”.