Quien ha descubierto la
urgencia y la importancia del Evangelio y se ha convertido al reinado de Dios
que se acerca, no puede instalarse ya en este mundo. No puede llorar como si no
hubiera consuelo para sus lágrimas, no puede reír como si ya hubiera hallado la
felicidad completa, no puede trabajar o negociar como si esto fuera su
verdadera vocación y destino... Si llora, si ríe, si negocia... debe hacerlo
como si no lo hiciera, "porque la presentación de este mundo se
termina".
El cristiano ha de vivir
en este mundo y ocuparse de este mundo, pero con una sana reserva,
o mejor, con esperanza. San Pablo no quiere decirnos que
vivamos en el mundo con la apatía de los estoicos, sino que pongamos las cosas
en su sitio y, por encima de todas, el reinado de Dios que se
acerca.
Toda la vida del creyente tiene que
tener este matiz cristiano y escatológico si quiere rendir al máximo
en su camino de fe. De inicio a fin la única seguridad es Jesús, aunque nuestra
vida en la tierra transcurre entre el ya y el todavía no.
Nos ayuda este texto de Santa
Teresa-Benedicta de la Cruz (Edith Stein 1891-1942), carmelita
descalza y mártir en Auschwitz.
El pesebre y la cruz n. 4, 14
«Se ha cumplido el plazo… Venid
conmigo»
El niño del pesebre es Rey de reyes,
el que reina sobre la vida y la muerte. Y dice: «Sígueme», y el que no está con
él está contra él (Lc 11,23). Lo dice también por nosotros y nos pone ante la
posibilidad de escoger entre la luz y las tinieblas. Desconocemos dónde nos
quiere llevar el Niño divino en esta tierra, y no hemos de preguntárselo antes
de que sea la hora. Todo lo que sabemos es que para los que aman al Señor todo
concurre para su bien (Rm 8,28), y que los caminos trazados por el Señor nos
conducen más allá de esta tierra.
Tomando un cuerpo, el Creador del
género humano nos ofrece su divinidad. Dios se ha hecho hombre para que los
hombres llegáramos a ser hijos de Dios. «¡Oh admirable intercambio!». Es para
esta obra que el Salvador ha venido al mundo. Uno de entre nosotros había roto
el lazo de nuestra filiación de Dios; uno de entre nosotros debía atarlo de
nuevo y expiar la falta. Ningún retoño del viejo tronco, enfermo y degenerado,
hubiera podido hacerlo; era necesario que sobre este tronco se injertara una
nueva planta, sana y noble. Y es así que llegó a ser uno de nosotros y al mismo
tiempo más que eso: uno con nosotros. Esto es lo que hay de más maravilloso en
el género humano: que todos seamos uno… Vino para formar con nosotros un cuerpo
misterioso: él el Jefe, la cabeza, y nosotros sus miembros (Ef 5,23.30).
Si aceptamos poner nuestras manos en
las del Niño divino, si respondemos «Sí» a su «Sígueme», entonces somos suyos y
el camino está libre para que pase a nosotros su vida divina. Este es el
comienzo de la vida eterna en nosotros. No estamos aún en la visión beatífica
en la luz de la gloria, estamos todavía en la oscuridad de la fe; pero no es ya
la oscuridad de este mundo, es estar ya en el Reino de Dios.
ORACIÓN FINAL
Oh, Dios, que en tu providencia admirable has querido asociar a la Virgen María al misterio de nuestra salvación, haz que, fieles a su consejo, pongamos en práctica todo lo que Cristo nos ha enseñado en el Evangelio. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.